Con una torre de alegría, disfrutamos del atardecer junto a Belém, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Visitar la famosa Torre de Belém es un imprescindible en Lisboa. Aparcamos nuestro coche junto a la Fundación Champalimaud —esta familia es la más adinerada del país—. Ahí mismo, Eros descubrió una pequeña playa. Él corrió y jugó como un cachorro, estaba feliz, le encanta la arena.

Jugando en la playa junto a la Fundación Champalimaud.

Eros feliz en la playa de Belém.
Como un rehén, la belleza del monumento, Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, me imnotizó. Ubicada en la desembocadura del Tajo, desde los años de sus construcción (1515 y 1519), esta fortificación nunca fue asediada, impone respeto: ¡es magnífica! El estilo manuelino invita a recorrerla con la mirada, como a una escultura. Esculpidos en la piedra, se ven cuerdas y nudos que evocan el poder que tuvieron los portugueses como navegantes. No faltan escudos y hasta un rinoceronte como gorgola. Los balcones, las torres de vigilancia y almenas despertaron mi imaginación.

Contemplando la fachada oeste.
Solo me faltó estar escuchando a Johann Sebastian Bach interpretado por Maria João Pires. Las sombras fueron haciéndose más grandes, esta joya se estaba preparando para su noche neobarroca. Me quedé con las ganas de volver a verla de gala y bailando en el Tajo.

El rinoceronte de la Torre.
El sol ya se estaba marchando y nosotros teníamos aún mucho que hacer, al día siguiente nos fuimos a Porto. De regreso al coche, presenciamos un rato el cambio de guardia en el Monumento aos Combatentes do Ultramar.

Montando guardia en el Monumento a los caídos, 9.000 jóvenes portugueses murieron en las batallas de África entre 1961 y 1975.

Cambio de guardia en el Monumento aos Combatentes do Ultramar.
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